Etiquetado: duelo complicado
¿Por qué no me siento bien con mi psicólogo?
Fui una vez y no volví.
Fui varias veces pero la verdad es que iba por ir.
Pasé toda la hora con ganas de salir corriendo.
Al final de la primera sesión se despidió con un abrazo. ¡Yo no abrazo a quien acabo de conocer!
Yo no quería hablar del tema y aquella mujer no hacía más que hurgar y hurgar en la herida como si necesitara entender cada detalle.
Le expliqué mi caso y lo primero que se le ocurrió a aquel hombre fue preguntarme qué necesitaba yo. ¿No debería descubrirlo él? ¡Necesitaba que me devolvieran a mi ser querido!
Yo intentaba descargar todas aquellas cosas que me hacían sentir mal, que echaba de menos, que me preocupaban… y él no hacía más que hacerme una lista de todas las cosas que iban bien en mi vida para contrarrestar mis palabras. ¿No entendía que lo que me preocupaba es lo que iba mal?
¿Has acudido alguna vez a terapia (sobre todo a raíz de una pérdida importante) y alguna de estas frases te es familiar? ¿Conoces a alguien a quien le ha pasado esto? Si es así –y probablemente es así- entonces tenemos un problema. Los pacientes y los terapeutas. Como personas que buscan ayuda y como personas que nos dedicamos a facilitarla (y que también buscamos o hemos buscado ayuda, a veces).
Es un misterio el por qué algunas relaciones funcionan y otras no. También las relaciones terapéuticas, que son el marco en el que se produce la ayuda y el crecimiento personal (tanto del paciente como de la persona que le acompaña). Es un misterio porque no se ve, simplemente está o no está, se produce o no se produce, se siente o no se siente. Pero es importante saber que la buena relación terapéutica no emergerá espontáneamente en la consulta por el mero hecho de reunirse y hablar. Ninguna cuadrilla de enanitos vendrá por la noche a construirla por nosotros, sino que existirá en la medida en que, como terapeutas, la promovamos. Con la imprescindible ayuda de la motivación del paciente. Si lo fiamos todo a que este se comprometa con la terapia o creemos firmemente que la cuadrilla de enanitos existe y obrará la magia por nosotros, entonces tenemos un problema. ¿Consecuencia? Como en tantos otros casos, la relación acabará rompiéndose… más pronto que tarde.
A veces, la buena relación terapéutica se consigue apuntalar en la primera sesión. Otras, cuesta algunos días construirla. No importa su arquitectura. Lo cierto es que, sean como sean los planos y la maqueta, el psicólogo dispone de poco tiempo para levantar un edificio cuyo mantenimiento tendrá que extenderse durante todo el tiempo que dure la terapia. Y es su responsabilidad hacerlo: a diferencia de relaciones entre amigos o de pareja, caracterizadas por la simetría, la relación terapéutica es asimétrica por definición en cuanto a lo que se espera que uno de los miembros haga por el otro. Es decir, si bien en una relación de amistad o de pareja el marco es “hoy por ti, mañana por mí”, la relación terapéutica siempre es “hoy por el paciente”.
Los ladrillos de la relación terapéutica, sobre todo en el acompañamiento en duelo, son básicamente la empatía, el respeto, la paciencia y la sintonía. Estos ladrillos están presentes, por supuesto, durante todo el proceso, pero si no están en el arranque del edificio, este no podrá levantarse. De hecho, no servirá de nada que aparezcan más tarde, porque lo más seguro es que, para entonces, el paciente haya abandonado la terapia.
Los estudiantes de “arquitectura de la relación terapéutica” pueden recurrir a la abundante literatura existente sobre los componentes de estos ladrillos. Aquí solo apuntaremos que la empatía es responder a las necesidades relacionales de la persona; respeto es aceptar a la persona allá donde está en su proceso; paciencia es la capacidad para seguir el ritmo de la persona sin desvelarle los siguientes pasos antes de que ella descubra cuáles son y sintonía es caminar a su lado.
Luego, por supuesto, pasarán mil cosas durante el camino, no todo depende de la omnipotencia relacional del terapeuta (aquí superhéroes, los justos). No hay que olvidar que la primera que tiene responsabilidad en su desarrollo personal es la persona que busca ayuda. Simplemente prestemos atención a la importancia de la buena relación terapéutica como marco en el que se produce esa ayuda. Nos haremos un gran favor como pacientes (ya lo han dicho antes que este otros blogs y lo repito: si pasado un tiempo prudencial sientes que tu terapeuta no te entiende… ¡deja de ir!), como profesionales de la ayuda (¿nos pagan por lo que sabemos? Pues sepamos algo y dignifiquemos la profesión) y, entre todos, como sociedad cuyos miembros tienen recursos de calidad para cuidar unos de otros.
Los factores de protección
La semana pasada hablamos sobre los llamados “factores de riesgo”: aquellas condiciones que favorecen un desarrollo del duelo más problemático de “lo normal”, incluso de que degenere en una patología.
Con ser interesante conocer lo que puede complicar las cosas, tanto más lo es el reflexionar sobre qué puede protegernos de pasarlo aún peor o de traspasar drásticamente los límites de la salud.
En las circunstancias de la pérdida pocas veces tenemos una “responsabilidad en primera persona”. No siempre podemos controlar el momento, el lugar, el “clima” en el que se produce una pérdida, sobre todo una muerte. Somos dueños de lo que decimos y hacemos nosotros pero no de lo que dicen o hacen los demás. La vida es caótica y salvaje y nosotros, aun con nuestras capacidades, somos incapaces de salvarlo todo.
Sin embargo, dentro de esas circunstancias, sí que hay cosas que se pueden cuidar. Un factor de riesgo de complicación (si no se elabora adecuadamente el trauma que genera) es no haber podido hacer algo que sí podía haber estado en nuestras manos pero que, por ejemplo, alguien nos impidió hacer una vez producida la muerte. Por eso es bueno permitir que, dentro de lo posible, cada persona se comporte frente a la pérdida como necesite (en relación con ver o no el cadáver, tener acceso o no a cierta información, participar en rituales, etc.).
Respecto a lo que depende de la persona doliente, lo que más previene el sufrimiento excesivo durante el duelo y más favorece la reconstrucción posterior de la persona es, a veces, lo más difícil pero también lo más cotidiano: llevar una vida plena, agradable y con sentido. ¿Qué significa eso? ¿Ser superhombres, supermujeres, gurús de la felicidad, de la sabiduría, del éxito? No, nada de eso. Lo malo de la vida, lo negativo, lo que no nos gusta, lo que nos preocupa o nos da miedo, lo que no queremos ver, quienes no queremos ser, lo que odiamos de nosotros, lo imperfecto, lo vulnerable… todo eso también forma parte de la vida con toda su naturalidad. Por eso no hablo ni de santos ni de ángeles, ni de superhéroes o superheroínas. Hablo de gente que toma su parte de responsabilidad en su bienestar.
Por eso, sin ser ángeles ni superhombres y asumiendo todo lo naturalmente negativo de la existencia humana, es posible acercarse a una vida razonablemente plena, relativamente agradable, con un cierto sentido. ¿Cómo? Siendo personas creativas, con iniciativa, intereses e inquietudes. Personas abiertas a la vida, conectadas con el entorno más próximo y también con el mundo. Fundamental: personas con una vida social satisfactoria. Personas con un propósito vital relativamente encauzado. Es decir, construyendo día a día una vida tal que, después del tortuoso viaje que supone el duelo, tengamos un sitio agradable al que volver, un puerto agradable al que regresar. Muy cambiados, de acuerdo. Puede que, incluso, sin reconocer muchas cosas de aquella antigua vida nuestra. Al principio frágiles, pero luego más fuertes que antes, siempre que hayamos ido integrando cada vez más aspectos de las experiencias por las que hemos pasado.
Al margen del duelo, está claro que la vida no siempre es fácil, que a menudo cuesta conseguir lo que se quiere o faltan los motivos para la alegría. Cierto: no todo depende de querer estar bien, de decidir sentirse bien. Pero es indudable que prestar atención a lo que nos hace sentirnos bien y estar bien en la vida, entrenarnos en ello, aporta una parte importante a esa prevención. A veces no apetece, no podemos o no sabemos, de acuerdo, ¡no somos perfectos! Pero después toca reponerse y poner lo que podamos de nuestra parte, aunque sólo podamos un poquito, hasta donde lleguemos. Tener un tono vital orientado a proyectos, ilusiones, relaciones, disfrute, aprendizaje, nos ayudará a combatir aquellos factores de riesgo que no dependen de nosotros.
Es (en parte) responsabilidad nuestra ir creando cada día un hogar agradable (nuestra vida) al que poder regresar después de los malos viajes. Es responsabilidad nuestra prevenir, crear esas condiciones que nos protegerán y nos harán menos duros el duelo y la reconstrucción. Por eso, independientemente de las pérdidas que podamos tener, en la medida de nuestras posibilidades y respetando nuestros ritmos y nuestras zonas de sombra, es “de vida o muerte” que cada día trabajemos nuestros intereses, nuestros gustos, que cuidemos a la gente importante de nuestro alrededor, que nos interesemos por este mundo y esta vida en los que estamos y a los que pertenecemos, lo queramos o no.
PD. Tanto si lo anterior falla como si no, hay otro factor de protección frente al duelo complicado: acudir a terapia de duelo.
Los factores de riesgo
Cuando se habla de duelo, ya sea desde la psiquiatría y la psicología, ya desde otros ámbitos menos especializados en el tema, siempre acaba apareciendo la cuestión del “duelo complicado” y del “duelo patológico” (no, no son la misma cosa). Esto tiene que ver, por un lado, con la creencia ampliamente extendida de que el duelo es una enfermedad mental o algo muy parecido a una enfermedad mental. Ya hemos explicado que, aunque el duelo pueda complicarse hasta derivar en una patología, a priori es sumamente incorrecto considerarlo como tal. Por otro lado, el interés que despiertan la complicación y la patologización del duelo obedece a causas más legítimas: la certeza de que, aunque la mayoría de los seres humanos elaboramos saludablemente la mayoría de los procesos de duelo por los que atravesamos en nuestra vida, a veces esa elaboración no es posible e, incluso, se observa la aparición o complicación de una patología mental u otras complicaciones asociadas de alguna manera con el proceso de duelo.
Desde el modelo integrativo-relacional se considera que el duelo se complica cuando la persona sigue empleando estrategias de afrontamiento que tuvieron una función en su momento pero que, pasado el tiempo, la han perdido y se han vuelto disfuncionales (es decir, generan costes para la persona que no compensan las ganancias). Por supuesto, para llegar a la conclusión de que dicho fenómeno se ha producido, debe hacerse una correcta y exhaustiva exploración del sistema de afrontamientos de la persona y tener en cuenta el imprescindible criterio temporal. Por último, conviene destacar que el hecho de que un duelo se complique o esté en camino de hacerlo no quiere decir que no pueda reconducirse adecuadamente, tanto en terapia como fuera de ella.
Por otro lado, un “duelo patológico” (expresión bastante ambigua y equívoca) aparece cuando el duelo complicado ha degenerado mucho sin haberse podido reconducir, de manera que la persona acaba desarrollando una patología mental o fisiológica u otras disfunciones graves o bien cuando el duelo se ha añadido a una patología mental latente o presente en la persona, de manera que ambos fenómenos se agravan mutuamente y acaba siendo difícil diferenciarlos.
Por razones de economía nos centraremos en el duelo complicado. Para ello, es necesario tener siempre presente el concepto de “factores de riesgo”, es decir, aquellas características del duelo que aumentan el riesgo de que el proceso se complique pero que en ningún caso determinan o aseguran que esto vaya a suceder. Existen diferentes clasificaciones de los factores de riesgo. Es habitual que los factores de riesgo se clasifiquen en tres grupos:
Los debidos a características del doliente: edad (muy joven o muy mayor), estructura de la personalidad (endeble o inmadura), vulnerabilidad psicológica previa (presencia de patología mental previa o predisposición), padecer otros estresores a los que la pérdida se añade (otras pérdidas presentes, como la del trabajo o la salud, o cargas familiares), etc.
Los debidos a las circunstancias de la pérdida: muerte violenta (asesinatos, torturas previas, gran sufrimiento real o imaginado por el/la doliente, desmembramiento o grave deterioro del cuerpo), suicidio (que es una muerte violenta pero que merece destacarse por sus peculiaridades), desaparición (incapacidad para encontrar el cadáver), muerte súbita, repentina o inesperada, aspectos pendientes aún no resueltos (juicios, sentencias, herencias), relaciones donde la naturaleza del vínculo predice un duelo fuertemente desautorizado, etc.
Los debidos a la relación entre la persona doliente y la fallecida: asuntos pendientes muy importantes (que generan mucho trauma), relación ambivalente o de dependencia, etc.
Por supuesto, a todo esto hay que añadir los debidos a características de la persona fallecida, entre los que destaca la muerte de niños/as.
Al margen de estas clasificaciones, que siempre serán incompletas e inexactas, no se debe confundir factores de riesgo de duelo complicado con motivos de desautorización del duelo o circunstancias que generarán trauma. Es evidente que estos tres grupos están íntimamente relacionados entre sí, pero no son absolutamente equivalentes, por lo que se deberá ser concreto y preciso al emplearlos. Por supuesto, hay que insistir en el hecho de que estamos hablando de riesgo, probabilidad, predictibilidad, etc. pero nunca de certeza o determinación (ni en duelo complicado, ni en trauma ni en desautorización del duelo).
A fin de cuentas, lo que importa es la experiencia única e indiscutible de la persona, no la etiqueta o prejuicio que el terapeuta le quiera adjudicar. Una vez más, debe ser la teoría la que se ajuste a la persona, no la persona la que deba encajar en un modelo teórico concreto.