Etiquetado: dolor
La seguridad, en lo importante
Muchas compañías aseguradoras -algunas de ellas importantísimas empresas de nuestro país- están especializadas en gestionar seguros médicos y seguros de vida, entre otros, como no podía ser de otra manera. Si hay algo en lo que toda persona quiere estar segura es en lo importante. Queremos que nos atiendan bien, en lo que más nos importa y que, además, sea fácil acceder a ello. En definitiva, cuando sentimos dolor, cuando se nos rompe algo, no queremos más problemas: queremos cuidados y soluciones.
No entraremos aquí en un debate sobre lo público o lo privado, sobre la gestión de la sanidad o sobre la utilidad o la “cara b” de este tipo de empresas y servicios. Esta manera de funcionar existe y, si se encarga de temas importantes, tiene que esforzarse por mejorar. No debemos olvidar que la seguridad es una necesidad básica que encuentra sus cauces de satisfacción a través del intercambio, la presencia y la cercanía, por lo que los servicios destinados a ofrecerla tienen que ir evolucionando con el tiempo. En el fondo, lo que estas compañías están gestionando es el cuidado de cada persona por sí misma y, a su manera, el cuidado de unas personas por las otras.
Mutua Madrileña y Adeslas comparten itinerario a través de La Caixa, indicándonos en el apartado decesos que “La vida tiene momentos maravillosos que queremos que disfrutes, y momentos duros en los que queremos que no te ocupes de nada”, a lo que añaden, con alguna variación, “Todos los trámites, gestión, servicios y toda la ayuda que necesites en estos duros momentos, la encontrarás en el Seguro Todo Previsto”. Allianz, por su parte, nos exhorta: “Cuida tu calidad de vida, cuida tu salud”. Además, “En DKV nos gusta cuidar tu salud… y también la de tu familia”. Todas estas frases y eslóganes están bien formulados, aunque solo sea en términos publicitarios, ya que apuntan a lo que más preocupa a cualquier ser humano, lo admita o no: primero su salud y, segundo, pero relacionado con ella, su dolor.
Me consta que los profesionales de la psicología ya se están introduciendo en este tipo de compañías y que alguna, incluso, ha hecho algún pinito de interés en cuanto al tema del duelo. Que las grandes, medianas y pequeñas aseguradoras tengan en cuenta estos perfiles obedece a su objetivo de ofrecer un servicio más completo a sus clientes, un servicio no solo basado en trámites o medicinas, sino estructurado en torno a una visión integral de la pérdida. Tiene mucho sentido que unas y otras empresas lo hagan pero, centrándonos sobre todo en aquellas con mayor capacidad de acción y experiencia, asalta la pregunta: ¿conocen de verdad las grandes aseguradoras la importancia de la atención al duelo cuando diseñan sus planes de acción y sus carteras de servicios? Y, si la conocen, ¿a qué están esperando para completar su trabajo con una atención a la pérdida y el duelo que está íntimamente ligada a la labor que ya desempeñan y que debe ir más allá de acciones puntuales o tímidas?
Cuidar la salud, cuidar la calidad de vida, proporcionar lo que se necesita en los momentos más duros pasa de manera indiscutible por dar a conocer, ofrecer y proporcionar a las personas que lo necesiten una atención psicológica en duelo especializada y cualificada.
Foto. Hinc Sanitas Edinburgh, Roel Wijnants
Las fuentes de la esperanza
La vida a veces puede ser muy árida. Malas noticias, malas épocas, malos augurios o malos recuerdos nos salen al paso de manera a veces excesiva y siempre inoportuna. Cuando aparecen –y pueden hacerlo en el momento que menos esperamos, cuando mejor estamos o cuando ya habíamos empezado a encontrarnos bien- cuesta no solo encontrar el rumbo, sino también disfrutarlo. Faltan el sentido y la alegría y los nubarrones pueden llegar a generarnos mucha angustia.
En los momentos de desaliento, de desesperanza, cuando todo se ha complicado o ha vuelto a complicarse, cuando el bienestar que tanto nos había costado tejer se emborrona, se hace más urgente que nunca volver a las fuentes de inspiración: esas personas y actividades que nos refrescan y nos hacen descansar de nuestras heridas, aunque sea momentáneamente.
A veces no basta con recordar que el dolor pasará, a veces no basta con nuestra intuición proyectada hacia el futuro. Lo queramos o no, una realidad cotidiana que no deseamos se impone y toca estar en el dolor… a la espera de reencontrar una fuente que lo mitigue.
En esos momentos donde queremos que se abra el cielo celebramos lo poco o mucho que consigue hacerlo. El anhelo de esperanza se hace fuerte en nuestro corazón y, aun sin saberlo, parece orientar nuestros sentidos hasta encontrarla. El ser humano está programado no solo para separarse del dolor rehuyéndolo, sino también para mitigarlo provocando o buscando en la medida de sus posibilidades las circunstancias que lo compensen. Las fuentes que nos proporcionan luz, que nos inspiran y nos recuerdan incansablemente la belleza de la vida son necesarias en cualquier momento pero disponer de ellas, tenerlas cerca, saber discernir el camino que nos las devuelve es imprescindible cuando la soledad se convierte en desolación.
Puede ser escuchar a alguien en quien confiamos o que nos recuerda aquello para lo que nos estamos esforzando, o bien disfrutar de una actividad relajante que pueda aliviar nuestra agitación interior. A veces es solo reposar y esperar a que escampe adoptando una postura en la que lo que duele, duela menos.
Saber regresar a las fuentes de descanso o encontrarlas a nuestro paso es un don de ineludible entrenamiento y es, en sí misma, una habilidad de autocompasión: saber cuidar de uno mismo no solo porque sí, que ya es un buen motivo, sino porque cuando estamos mal lo merecemos más que nunca. Esto es lo que distingue el capricho del mimo, el autocuidado simpático del bálsamo solidario con uno mismo.
Foto. Pra lavar a alma e refrescar a cuca, Tiago Munch
La actitud de acompañar
Acompañar, contener, ayudar a la persona a que ponga el foco de luz en su situación y se haga cada vez más consciente de sus distintas dimensiones. Esta es la labor del terapeuta de duelo tal y como la entendemos desde este blog. Quien tenga interés en la relación terapéutica de ayuda desde un encuadre de counselling puede acudir a la abundante literatura disponible en español, elaborada por quienes más saben de esto en nuestro país: Alba Payàs, Ramón Bayés, Pilar Barreto, Pilar Arranz y Javier Barbero.
Lo que haremos hoy aquí es describir muy resumidamente los componentes de una actitud de acompañamiento, entendido desde los valores humanos básicos y un marco de autenticidad, sin los cuales una adecuada relación entre terapeuta y paciente es imposible.
La actitud más importante es irradiar el respeto absoluto al cliente allá donde está. La colocamos en primer lugar porque es el cimiento de toda la actividad. Probablemente es la que más cuesta, porque en el rol de terapeuta va encadenada la tentación salvadora (que presupone lo que necesita el paciente, juzga su proceso, se adelanta a sus avances, tiende a manipularlo y confunde los objetivos del proceso). Donde no hay respeto hay manipulación.
En segundo lugar, la actitud de escucha presente, empática y cálida. Requiere no solo técnica, sino también un grado notable de madurez personal, de autorregulación y autoconocimiento por parte del counsellor; implica la atención dual al cliente y a sí mismo, indispensable para recoger lo que el cliente expresa.
En tercer lugar, la solidaridad con el dolor ajeno. Para ello es necesaria previamente la solidaridad con el dolor propio y una concepción humanística de la terapia. Dicha concepción se basa en que, si bien cada ser humano tiene que hacerse cargo de su dolor y vivirlo (ya que nadie puede ahorrárselo y vivirlo por él), nadie está solo con su dolor porque este es universal, de modo que si un ser humano se duele, de alguna manera la humanidad entera se duele y si un ser humano es acompañado en su dolor, la humanidad entera es acompañada en su dolor.
Estos tres factores, transversales en el proceso de counselling, son el marco de la relación de ayuda: necesariamente están detrás de cualquier intervención que realice el terapeuta.
Foto. His hand, Jlhopgood
¿Por qué no me siento bien con mi psicólogo?
Fui una vez y no volví.
Fui varias veces pero la verdad es que iba por ir.
Pasé toda la hora con ganas de salir corriendo.
Al final de la primera sesión se despidió con un abrazo. ¡Yo no abrazo a quien acabo de conocer!
Yo no quería hablar del tema y aquella mujer no hacía más que hurgar y hurgar en la herida como si necesitara entender cada detalle.
Le expliqué mi caso y lo primero que se le ocurrió a aquel hombre fue preguntarme qué necesitaba yo. ¿No debería descubrirlo él? ¡Necesitaba que me devolvieran a mi ser querido!
Yo intentaba descargar todas aquellas cosas que me hacían sentir mal, que echaba de menos, que me preocupaban… y él no hacía más que hacerme una lista de todas las cosas que iban bien en mi vida para contrarrestar mis palabras. ¿No entendía que lo que me preocupaba es lo que iba mal?
¿Has acudido alguna vez a terapia (sobre todo a raíz de una pérdida importante) y alguna de estas frases te es familiar? ¿Conoces a alguien a quien le ha pasado esto? Si es así –y probablemente es así- entonces tenemos un problema. Los pacientes y los terapeutas. Como personas que buscan ayuda y como personas que nos dedicamos a facilitarla (y que también buscamos o hemos buscado ayuda, a veces).
Es un misterio el por qué algunas relaciones funcionan y otras no. También las relaciones terapéuticas, que son el marco en el que se produce la ayuda y el crecimiento personal (tanto del paciente como de la persona que le acompaña). Es un misterio porque no se ve, simplemente está o no está, se produce o no se produce, se siente o no se siente. Pero es importante saber que la buena relación terapéutica no emergerá espontáneamente en la consulta por el mero hecho de reunirse y hablar. Ninguna cuadrilla de enanitos vendrá por la noche a construirla por nosotros, sino que existirá en la medida en que, como terapeutas, la promovamos. Con la imprescindible ayuda de la motivación del paciente. Si lo fiamos todo a que este se comprometa con la terapia o creemos firmemente que la cuadrilla de enanitos existe y obrará la magia por nosotros, entonces tenemos un problema. ¿Consecuencia? Como en tantos otros casos, la relación acabará rompiéndose… más pronto que tarde.
A veces, la buena relación terapéutica se consigue apuntalar en la primera sesión. Otras, cuesta algunos días construirla. No importa su arquitectura. Lo cierto es que, sean como sean los planos y la maqueta, el psicólogo dispone de poco tiempo para levantar un edificio cuyo mantenimiento tendrá que extenderse durante todo el tiempo que dure la terapia. Y es su responsabilidad hacerlo: a diferencia de relaciones entre amigos o de pareja, caracterizadas por la simetría, la relación terapéutica es asimétrica por definición en cuanto a lo que se espera que uno de los miembros haga por el otro. Es decir, si bien en una relación de amistad o de pareja el marco es “hoy por ti, mañana por mí”, la relación terapéutica siempre es “hoy por el paciente”.
Los ladrillos de la relación terapéutica, sobre todo en el acompañamiento en duelo, son básicamente la empatía, el respeto, la paciencia y la sintonía. Estos ladrillos están presentes, por supuesto, durante todo el proceso, pero si no están en el arranque del edificio, este no podrá levantarse. De hecho, no servirá de nada que aparezcan más tarde, porque lo más seguro es que, para entonces, el paciente haya abandonado la terapia.
Los estudiantes de “arquitectura de la relación terapéutica” pueden recurrir a la abundante literatura existente sobre los componentes de estos ladrillos. Aquí solo apuntaremos que la empatía es responder a las necesidades relacionales de la persona; respeto es aceptar a la persona allá donde está en su proceso; paciencia es la capacidad para seguir el ritmo de la persona sin desvelarle los siguientes pasos antes de que ella descubra cuáles son y sintonía es caminar a su lado.
Luego, por supuesto, pasarán mil cosas durante el camino, no todo depende de la omnipotencia relacional del terapeuta (aquí superhéroes, los justos). No hay que olvidar que la primera que tiene responsabilidad en su desarrollo personal es la persona que busca ayuda. Simplemente prestemos atención a la importancia de la buena relación terapéutica como marco en el que se produce esa ayuda. Nos haremos un gran favor como pacientes (ya lo han dicho antes que este otros blogs y lo repito: si pasado un tiempo prudencial sientes que tu terapeuta no te entiende… ¡deja de ir!), como profesionales de la ayuda (¿nos pagan por lo que sabemos? Pues sepamos algo y dignifiquemos la profesión) y, entre todos, como sociedad cuyos miembros tienen recursos de calidad para cuidar unos de otros.
Los factores de riesgo
Cuando se habla de duelo, ya sea desde la psiquiatría y la psicología, ya desde otros ámbitos menos especializados en el tema, siempre acaba apareciendo la cuestión del “duelo complicado” y del “duelo patológico” (no, no son la misma cosa). Esto tiene que ver, por un lado, con la creencia ampliamente extendida de que el duelo es una enfermedad mental o algo muy parecido a una enfermedad mental. Ya hemos explicado que, aunque el duelo pueda complicarse hasta derivar en una patología, a priori es sumamente incorrecto considerarlo como tal. Por otro lado, el interés que despiertan la complicación y la patologización del duelo obedece a causas más legítimas: la certeza de que, aunque la mayoría de los seres humanos elaboramos saludablemente la mayoría de los procesos de duelo por los que atravesamos en nuestra vida, a veces esa elaboración no es posible e, incluso, se observa la aparición o complicación de una patología mental u otras complicaciones asociadas de alguna manera con el proceso de duelo.
Desde el modelo integrativo-relacional se considera que el duelo se complica cuando la persona sigue empleando estrategias de afrontamiento que tuvieron una función en su momento pero que, pasado el tiempo, la han perdido y se han vuelto disfuncionales (es decir, generan costes para la persona que no compensan las ganancias). Por supuesto, para llegar a la conclusión de que dicho fenómeno se ha producido, debe hacerse una correcta y exhaustiva exploración del sistema de afrontamientos de la persona y tener en cuenta el imprescindible criterio temporal. Por último, conviene destacar que el hecho de que un duelo se complique o esté en camino de hacerlo no quiere decir que no pueda reconducirse adecuadamente, tanto en terapia como fuera de ella.
Por otro lado, un “duelo patológico” (expresión bastante ambigua y equívoca) aparece cuando el duelo complicado ha degenerado mucho sin haberse podido reconducir, de manera que la persona acaba desarrollando una patología mental o fisiológica u otras disfunciones graves o bien cuando el duelo se ha añadido a una patología mental latente o presente en la persona, de manera que ambos fenómenos se agravan mutuamente y acaba siendo difícil diferenciarlos.
Por razones de economía nos centraremos en el duelo complicado. Para ello, es necesario tener siempre presente el concepto de “factores de riesgo”, es decir, aquellas características del duelo que aumentan el riesgo de que el proceso se complique pero que en ningún caso determinan o aseguran que esto vaya a suceder. Existen diferentes clasificaciones de los factores de riesgo. Es habitual que los factores de riesgo se clasifiquen en tres grupos:
Los debidos a características del doliente: edad (muy joven o muy mayor), estructura de la personalidad (endeble o inmadura), vulnerabilidad psicológica previa (presencia de patología mental previa o predisposición), padecer otros estresores a los que la pérdida se añade (otras pérdidas presentes, como la del trabajo o la salud, o cargas familiares), etc.
Los debidos a las circunstancias de la pérdida: muerte violenta (asesinatos, torturas previas, gran sufrimiento real o imaginado por el/la doliente, desmembramiento o grave deterioro del cuerpo), suicidio (que es una muerte violenta pero que merece destacarse por sus peculiaridades), desaparición (incapacidad para encontrar el cadáver), muerte súbita, repentina o inesperada, aspectos pendientes aún no resueltos (juicios, sentencias, herencias), relaciones donde la naturaleza del vínculo predice un duelo fuertemente desautorizado, etc.
Los debidos a la relación entre la persona doliente y la fallecida: asuntos pendientes muy importantes (que generan mucho trauma), relación ambivalente o de dependencia, etc.
Por supuesto, a todo esto hay que añadir los debidos a características de la persona fallecida, entre los que destaca la muerte de niños/as.
Al margen de estas clasificaciones, que siempre serán incompletas e inexactas, no se debe confundir factores de riesgo de duelo complicado con motivos de desautorización del duelo o circunstancias que generarán trauma. Es evidente que estos tres grupos están íntimamente relacionados entre sí, pero no son absolutamente equivalentes, por lo que se deberá ser concreto y preciso al emplearlos. Por supuesto, hay que insistir en el hecho de que estamos hablando de riesgo, probabilidad, predictibilidad, etc. pero nunca de certeza o determinación (ni en duelo complicado, ni en trauma ni en desautorización del duelo).
A fin de cuentas, lo que importa es la experiencia única e indiscutible de la persona, no la etiqueta o prejuicio que el terapeuta le quiera adjudicar. Una vez más, debe ser la teoría la que se ajuste a la persona, no la persona la que deba encajar en un modelo teórico concreto.
¿Cuál es tu esperanza?
Una vez participé como alumno en un ejercicio de meditación guiada en el que se formuló esta pregunta, como si se hiciera para la persona en duelo, aunque puede servir para cualquier ser humano. Y no la he olvidado, porque me parece crucial.
¿Cuál es tu esperanza?
Lo que esperas, deseas, anhelas para ti. Sí, para tu vida entera, pero sobre todo para ti aquí y ahora, en tu momento de desierto, en el mar de desesperanza, en el polo sur de las ilusiones. ¿Cómo te imaginas tu vida lejos de esto?, ¿cómo es la vida que quieres para ti cuando esto acabe? Si eres capaz de proyectarte unos meses, unos años más allá de este callejón oscuro, cuando puedas haberte separado del dolor, cuando ya estés tocando todo lo demás que tú también eres, ¿qué espera el corazón más profundo y más sabio de tu corazón humano?
La respuesta a esta pregunta va unida casi siempre a la respuesta a otra, más problemática y pegada al desierto: “Y esto, ¿cuánto dura?”. A la persona que lo está atravesando, sobre todo si es la primera vez que se encuentra en una situación como esta, le preocupa enormemente que su dolor vaya a ser eterno, que toda su vida vaya a ser, a partir de ahora, un transitar errático por el dolor, la melancolía, la desesperanza y la falta de ilusión. Y esto, ¿cuánto dura? ¿Esto va a ser así para siempre? Pero la gente… ¿la gente supera esto? La persona en duelo necesita información y necesita normalización para poder contener algunas de sus preocupaciones y, así, empezar a tener esperanza.
¿Cuánto dura el duelo? En efecto, esta es, probablemente, una de las preguntas que con mayor frecuencia aparecen en los grupos de ayuda mutua y en las consultas individuales sobre duelo. El criterio “coloquial” nos dice que dura para siempre. ¿Para siempre? Sí, una pérdida que es irreparable dura para siempre, luego algunos de sus efectos duran para siempre también. Siempre habrá un momento para la nostalgia, para la emoción, para la duda, para un nuevo recuerdo o comentario que nos descoloque y active en nosotros una punzada, vestigio de aquel dolor mayor por el que pasamos durante la peor época. Por otro lado, el criterio “técnico” nos dice que el duelo dura unos meses, un año, dos años, tres años… hasta que finalmente se procesa y podemos considerarlo como “concluido”.
¿“Concluido” quiere decir que todo volverá a ser como antes? No, nada puede volver a ser como era antes de la guerra, de la inundación, del incendio o del terremoto. Por mucha reconstrucción que se haga, el mundo, nosotros, siempre será otro. ¿Entonces? Entonces “concluido” quiere decir que la persona está fundamentalmente orientada a la vida, ha retomado en un alto grado sus actividades y sus proyectos (además de, quizá, haber emprendido otros nuevos), sus relaciones sociales no han desaparecido y siguen siendo razonablemente satisfactorias (aunque hayan cambiado) y tiene capacidad para ilusionarse y disfrutar de la vida más allá de los pequeños fogonazos de alegría que también existen durante el duelo duro. Cuando se ha dado una transformación “positiva” en su identidad, fruto de haber integrado los diferentes elementos de su pérdida.
Y, sobre todo, como dicen los maestros que saben mucho de esto, el final del duelo viene marcado no por la desaparición absoluta y permanente del dolor, sino por la capacidad para entrar y salir de él con fluidez cuando aparece sin quedarnos enganchados otra vez.
¿Qué es para ti el final, qué sería para ti estar bien? Es una pregunta que me gusta que se formule a la gente en duelo a la que se acompaña. A menudo, dentro de las turbulencias del dolor, nuestro organismo solo alcanza para lo más básico: no quiero estar mal, quiero estar bien, no quiero sufrir, quiero que esto acabe. Es decir, huir del dolor y buscar el bienestar, algo crucial para nuestra supervivencia. Pero debe llegar un momento en que la persona dé un paso más y ponga en palabras qué sería para ella estar bien, estar “más allá” del duelo. Puede que no se lo haya planteado hasta el momento en que otro le hace la pregunta. Sin embargo, aun en medio de su desierto, de su Polo Sur, prácticamente todo el mundo es capaz de tomarse un momento de reflexión y esbozar dos, tres frases sencillas que describen cómo sería para ellos que el duelo hubiera terminado, cuáles serían los indicadores de que están saliendo de él, de que comienza una vida nueva que, aun siendo otra, puede también ser una buena vida.
Es así como, más allá de los deseos difusos, la persona en duelo empieza a bosquejar, a plantearse a sí misma cuál es su esperanza… y no solo cuál es su anhelo desesperado.
Los aspectos culturales del duelo (I): la socialización
Todo lo relacionado con la muerte, como tantas cosas en nuestra vida, está fuertemente marcado por cuestiones socioculturales. El duelo no iba a ser una excepción.
Cuando hablamos del duelo desautorizado, dijimos que este concepto hace referencia a la dimensión compartida, pública, de nuestra vida. Es decir, que tiene que ver con la cultura a la que pertenecemos y en la que hemos desarrollado nuestro mundo psíquico a través de diferentes procesos de socialización que se dan con el tiempo.
Al principio, vivimos una socialización primaria. Se trata de lo que vemos en casa cuando convivimos con nuestra familia, que se encarga de cuidar de nosotros, de educarnos y de darnos normas y límites de comportamiento. Así, nos transmite los rudimentos necesarios para que nos manejemos en el lugar y el momento en el que hemos caído.
A este proceso se le une luego la socialización secundaria, que se da fundamentalmente en la escuela, donde convivimos con nuestros iguales (además de con otros adultos de referencia). Estos añaden información a la que hemos recibido en casa: normas, límites, el bien, el mal, lo que debemos y no debemos hacer. Sobre múltiples aspectos. También sobre cómo vivir el dolor.
Y así, sucesivamente, van coexistiendo en nosotros diferentes capas de socialización, pues es un proceso que nunca finaliza del todo: nunca dejamos de influirnos, controlarnos, moldearnos unos a otros.
Lo habéis adivinado: los diferentes escenarios y agentes de socialización con los que nos encontramos en nuestra vida no siempre nos transmiten los mismos contenidos, sino que, incluso, pueden entrar en graves contradicciones. Es en esas fricciones como se va forjando nuestra personalidad, nuestro marco de referencia para manejarnos por el mundo. Toda esa estructura psíquica, manifestada luego en nuestra conducta, es el resultado más o menos exitoso de nuestro intento por conciliar ese caos de mensajes que empezamos a recibir desde que nacemos.
Por eso, nuestras experiencias íntimas y compartidas de la pérdida, el dolor, la muerte, están fuertemente marcadas por lo que vemos en casa y, además, por lo que vemos que otros han visto en sus casas. Si en casa se expresan las ideas, acciones, emociones que siguen a una pérdida de manera más o menos abierta y libre, el niño tiene una oportunidad para aprender que puede expresarse: que el silencio, el misterio y la fragmentación no son los protagonistas. Puede que no lo aprenda, es cierto, pero se le da una valiosa oportunidad. Si en casa, en cambio, se excluye al niño, se impone la incomunicación, se desautorizan aspectos importantes que necesitan ser expresados o existe una vivencia demasiado desestructurada y desadaptativa ante una pérdida importante… el niño recibe un ejemplo diferente sobre lo que significa el dolor y sobre lo que puede hacer con él.
Si sumamos todas las casas, a lo largo del tiempo, vamos conformando lo que nos dice la cultura a la que pertenecemos sobre qué hacer y no hacer con el dolor y la muerte.
Por supuesto, en cada casa se hace lo que se puede: cada uno hace lo que ha aprendido y ha aprendido de lo que le han enseñado. Y es muy difícil que alguien aprenda lo que no se le enseña o que enseñe lo que no ha podido aprender. No entraremos ahora en eso. Simplemente tengamos en cuenta que cuando vivimos el dolor estamos viviendo, en parte, a través de los ejemplos que hemos recibido y a través de lo que, entre todos, en sociedad, vamos acordando que es lo deseable en este momento histórico que compartimos.
Dado que el tema incluye cuestiones antropológicas, sociológicas, psicosociales, etc., es demasiado amplio como para abarcarlo en un solo post. No obstante, por su importancia, seguiremos prestándole atención en próximas entradas.